Nota: Este relato es producto de mi imaginación; pero está inspirado en un
hecho real, una amiga me contó su mala experiencia al jugar con uvas y se me
ocurrió utilizar eso como base para un relato de “Amor Filial” (De paso
aprovecho para advertir que habrá Amor Filial en futuros capítulos, por si a
alguien le desagrada el tema y no quiere leerlo).
El Fruto del Incesto (Malditas Uvas).
Capítulo 01.
Introducción.
Me
desperté de una tardía siesta alrededor de las nueve de la noche, al mirar el
reloj digital en mi mesita de luz éste me indicó que era sábado. En lugar de
disfrutar el día de descanso, me la pasé vagando por la casa como un alma en
pena y durmiendo. Me dolía la cabeza por haber dormido tanto y mi humor era
pésimo. A veces me hartaba tener que cumplir el rol de madre divorciada, ama de
casa y sustento familiar; especialmente ahora, que mis hijos crecieron y cada
vez necesitan menos de mis atenciones.
Seguramente
muchas divorciadas dirán “Mi ex marido se llevó los mejores años de mi vida”, y
muchos piensan que exageran o que lo dicen por ser una “frase hecha”; pero en
mi caso esta frase es totalmente cierta. Perdí la mayor parte de mi juventud al
lado de un hombre que nunca me apreció, sólo porque cometí el estúpido error de
casarme con él y no me animaba a pedirle el divorcio. A mí me criaron con el
viejo concepto de que el matrimonio es para toda la vida; ahora ya perdí la fe
en muchos de esos viejos conceptos. Además de mis mejores años, mi ex marido
también se llevó mi confianza en los hombres. No había vuelto a tener pareja
desde que él se marchó... bueno, en realidad yo lo eché, y sólo me arrepiento
de no haberlo hecho antes. Habían pasado ya siete años desde nuestro divorcio y
pasé de ser la esposa insatisfecha a la vieja y depresiva divorciada en
cuestión de pocos meses. Tuve cuidar sola a dos hijos. Fabián, el mayor, ahora
ya tiene veinte años; y Luisa cuenta con apenas dieciocho. A mí me cayó encima
la enorme pila de cuarenta y siete años.
Luego
de pasar unos veinte minutos mirando televisión, me envolví en una bata y salí
de mi cuarto ofuscada. Vi a mi hija salir del baño envuelta en una toalla, ella
heredó de mí el largo y lacio cabello castaño claro, el cual se le veía oscuro
porque lo tenía mojado. Nos saludamos con un gesto de la mano, y sonrió
tímidamente; seguramente ella prefirió evitarme al notar mi evidente mal humor.
Fui a la cocina-comedor y allí encontré a Fabián, mirando televisión, recostado
en un sillón. Parecía estar aburrido y supuse que sólo estaba haciendo tiempo
para irse a dormir. Él no era un chico amante de las salidas nocturnas. A veces
me incomodaba un poco verlo de espaldas ya que su cabello negro ondulado me
recordaba demasiado al de su padre, la gran diferencia entre ambos era que
Fabián tenía los hombros más anchos y era un poco más alto; sin embargo, al
estar sentados, la similitud entre ambos se incrementaba.
Abrí
la heladera en busca de algo para comer, no tenía realmente apetito; solamente
deseaba encontrar algo con lo que entretener la boca. Encontré un gran racimo
de uvas, supuse que las había comprado Luisa, a ella le agradaba mucho la
comida sana; las frutas y verduras, en especial. Tomé una parte del racimo, lo
coloqué sobre un plato y volví a mi cuarto con paso lento y pesado,
lamentándome no tener ni siquiera una buena amiga con la que salir a pasear un
rato.
Una
vez que estuve en mi cama, me desprendí la bata. Me agradaba estar desnuda dentro
de mi propio dormitorio ya que era una de las pocas libertades que me daba en
la vida. Mis hijos ya lo sabían, por lo que tenían estrictamente prohibido
entrar en mi cuarto sin antes llamar a la puerta.
Comencé
a hacer zapping a través de toda la programación mientras me llevaba las uvas a
la boca, una por una; estaban muy buenas. Eran dulces y jugosas, pero no
estaban demasiado maduras, justo como a mí me gustaban. Estaba sentada en la
cama, con las rodillas flexionadas, tenía un pie en el colchón y la otra pierna
estaba puesta de lado, lo que dejaba mi entrepierna bastante expuesta. No solía
sentarme de esa forma, pero mi mal humor era tal que no me importaba nada.
Llegué a la conclusión de que no encontraría nada divertido para ver por
televisión ya que en realidad no buscaba divertirme, estaba apática, tenía la
sensación de haber desperdiciado todo mi sábado sin haber hecho nada divertido.
“Bueno,
basta de depresión” –me dije a mí misma.
Tenía
que hacer al menos un intento para cambiar mi estado de ánimo. Apagué la
televisión, porque allí no encontraría la respuesta. En ese momento recordé mis
épocas de juventud, en las que bastaba con masturbarme, si es que estaba
aburrida, para sentirme bien al menos por un rato. Hacía mucho tiempo que no me
tocaba y supuse que no podría conseguirlo estando tan malhumorada, sin embargo
no perdía nada con intentarlo, tal vez mi cuerpo captara las señales y
reaccionaría. Comí otra uva y abrí más mi bata, con la mano izquierda comencé a
tocar directamente mi vagina, en círculos; con la intención de tantear el
panorama. No sentí gran cosa al principio, la tenía seca. Con mi otra mano
seguí comiendo alguna que otra uva ocasionalmente, repitiéndome mentalmente que
yo podía hacerlo; no quería que mi fin de semana fuera un fracaso tan rotundo.
Para ayudarme un poco, me lamí los dedos, volví a tocarme y esta vez fue un
poco más agradable, hasta noté que una leve sonrisa aparecía en mi rostro. Tal
vez sea cierto eso que leí hace mucho tiempo, que las uvas son buenas como
afrodisíacos; porque poco a poco fui acalorándome. La siguiente uva que tomé,
la dejé apretada entre mis labios, mientras le pasaba la lengua por alrededor,
esto me ayudó a erotizarme. Cuando la mordí dejé su jugo cayera hasta el fondo
de mi garganta y lo fui tragando mientras estimulaba mi vagina con los dedos.
Tomé un nuevo fruto e instintivamente lo froté contra mi clítoris, el frío me
hizo estremecer; pero, en general, fue muy placentero. Me comí esa uva y pude
sentir el sabor de mis propios jugos, esto me gustó tanto que quise repetirlo,
solo que esta vez deslicé esa pequeña y fría esfera entre mis carnosos labios
vaginales, suspirando de gusto. Antes de comerla ya había tomado otra del plato
y allí fue cuando la verdadera diversión comenzó, mientras acariciaba mi vagina
con la uva tuve la loca idea de meterla por mi agujerito, no lo pensé dos
veces, mi cuerpo ya estaba lo suficientemente caliente como para aceptar
locuras. Al meterla pude sentir cómo mi orificio se dilataba, dándole lugar, y
cómo la uva se calentaba poco a poco. Gemí y masajeé mi clítoris, cerrando los
ojos.
No
recordaba exactamente cuándo había sido la última vez que había disfrutado
tanto metiendo algún objeto en mi vagina; pero calculaba que debían haber
pasado entre dos y tres años de eso. “La gran noche de los pepinos”, recordé.
En
realidad esa gran noche tuvo una precuela. Las sensaciones y emociones son
mucho más difíciles de olvidar que las fechas, aún recuerdo perfectamente la
primera vez en la que me escondí en mi cuarto para masturbarme usando un grueso
pepino. Lo monté sobre mi cama como si se tratase de un viril amante. Culpo a
la soledad por haberme llevado a semejante situación; sin embargo mientras lo
hice, lo disfruté mucho y la forma en la que me moví mientras sostenía el
pepino con una mano y me apoyaba con las rodillas sobre el colchón, dejó mi
goce en clara evidencia. Para rematar me puse en cuatro y me lo introduje por
el culo.
No
fue algo premeditado, surgió por la excitación del momento, simplemente
lubriqué mi ano con saliva y me esforcé para que el pepino entrara. Nunca me
había metido algo tan grande por allí. El sexo anal era algo que reservaba
exclusivamente para mi intimidad. Jamás le había confesado a un hombre que me
agradaba practicarlo ya que me avergonzaba mucho; ni siquiera mi ex marido lo
supo. Esa manía comenzó cuando tenía unos veinte años, lo hice a consciencia,
por curiosidad; quería experimentar el sexo anal y mi primera vez fue con una
delgada zanahoria y con ella aprendí que llego a tener intensos orgasmos cada
vez que incluyo sexo anal en mis masturbaciones. Luego vinieron diversos
objetos, los cuales me metía en mis momentos de calentura solitaria. No ocurría
con mucha frecuencia, pero cuando tenía la oportunidad, no la desaprovechaba.
El
pepino me llevó a un nivel superior de placer anal, aún recuerdo la forma en la
que mi culo intentaba expulsarlo mientras yo lo introducía. Logré meterlo
completo, lo apreté allí con la punta de mis dedos y luego lo dejé salir de
forma natural, cuando salió hasta la mitad, lo empujé una vez más hacia
adentro, gimiendo de placer. Repetí esto muchas veces. Recuerdo haber pasado
mucho tiempo haciéndolo. Allí fue cuando evalué la posibilidad de comprar un
consolador; sin embargo me aterraba que éste pudiera ser descubierto por mis
hijos, por lo que seguí recurriendo a los pepinos, los cuales se volvieron mis
grandes aliados sexuales durante un par de semanas.
La
gran noche de los pepinos fue aquella en la que me dije a mí misma: “Carmen,
¿por qué no probás usando dos a la vez, qué te lo impide?”. Nada me lo impedía.
Así fue que terminé una vez más, de rodillas en mi cama con un grueso pepino
metido en mi vagina y el otro en mi culo. Fue increíble, maravilloso e inolvidable.
Con una mano por delante y la otra por detrás, fui empujándolos una y otra vez
hacia adentro mientras gemía e imaginaba que estaba a merced de dos fornidos
hombres que me cogían sin piedad.
Como
todas las cosas buenas de la vida, esto no duró para siempre. Una tarde, en la
que me encontraba en la sección de verdulería en el supermercado, se me acercó
una chica joven, de aproximadamente veinticinco años, mientras yo me debatía
entre dos pepinos, analizando sus diámetros y formas. Miré a la chica que se
paró junto a mí y me di cuenta que ella intentaba contener una sonrisa, la cual
esbozó cuando ya no pudo reprimirla. Esa sonrisa me trastornó, en ella pude ver
que la mujercita sabía perfectamente qué intenciones tenía yo para esos
pepinos, sin darme tiempo a defenderme ella me dijo: “Llevá este, yo sé por qué
te lo digo”. Se alejó después de señalarme con el dedo un pepino largo que
tenía una pequeña curvatura. Me sentí tan avergonzada por eso que hui del
supermercado sin comprar nada. Ese mismo día me dije a mí misma “Carme, ya
estás grande para hacerte la paja con pepinos. Tenés que dejarlos y buscarte un
hombre de verdad”. Cumplí a medias con mi promesa, dejé de masturbarme
utilizando pepinos; pero nunca busqué a un hombre de verdad.
El
contraste entre las uvas y el pepino era inmenso, sin embargo estaba
sorprendida de cómo algo tan pequeño era capaz de brindarme una sensación tan
placentera. Cuando tuve tres metidas adentro, comencé a masturbarme
intensamente, abriendo y cerrando mis piernas, preocupándome frotar mi
clítoris. Podía sentir las pequeñas bolitas moviéndose y empujándose unas a
otras dentro de mi sexo. Metí una más, luego otra. Lo más rico era sentir
cuando penetraban. Me sacudí en la cama, intenté contener mis gemidos, fruncí
los dedos de mis pies y mi respiración agitada amenazaba con ahogarme si no
exhalaba el aire; pero cada vez que hacía esto, un quejido de placer nacía en
el fondo de mi garganta.
Mis
dedos estaban sumamente húmedos, los chupé una y otra vez, deleitándome con el
sabor de mis propios jugos. Me metí un dedo mojado en el culo y comencé a
estimularlo, no quería meter uvas allí; pero sí podía gozar con mis propios
dedos, sabía cómo hacerlo ya que era el método que utilizaba con mayor
frecuencia.
Por
lo general podía controlar muy bien mi excitación cuando me masturbaba, pero en
ciertas ocasiones, como ésta en particular, mi cuerpo tomaba el control
absoluto. Mi culo se dilató gentilmente cuando introduje el segundo dedo, los
recuerdos evocados sumados con la excitación que me producía el juego con las
uvas, me transportaban a un mundo de placer que llevaba mucho tiempo sin
visitar. Éstos eran los únicos breves lapsos de momento en los que olvidaba
todas las penas de mi vida. Me revolqué entre las sábanas, me puse boca abajo,
luego giré y quedé mirando nuevamente el techo, arqueé mi espalda y me apoyé en
mis pies, elevando todo mi cuerpo, sin dejar de estimularme ambos orificios
simultáneamente.
¡Necesitaba
más! No me bastaría con solo usar dedos y uvas, di un salto y me dirigí al
armario, abrí su puerta de un tirón y agarré un pequeño recipiente de
desodorante femenino, el cual, curiosamente, tenía una forma que emulaba muy
bien a un pene, inclusive el glande. Lo había utilizado con el mismo propósito
con anterioridad, por eso no dudé ni por un instante, tomé una suave crema de
manos y unté con ella el desodorante y repetí la acción en mi cola. Regresé a
la cama y me fui sentando en el borde de la misma, como si se tratara de una
silla, sosteniendo con mi mano derecha el recipiente del desodorante. Éste se
fue enterrando lentamente en mi culo, al principio me produjo un dolor agudo,
por lo que me detuve, retrocedí y le di un poco de tiempo a mi ano para
acostumbrarse mientras lo amenazaba hincando la punta. La lubricación que
proporcionaba la crema era excelente y el desodorante era relativamente
pequeño, por lo que en poco tiempo se perdió dentro de mi culo, me senté sobre
él y resoplando de gusto, tomé otra uva, la llevé a mi vagina y la pasé entre
mis labios, acaricié mi clítoris con ella y luego la llevé hasta mi boca; pero
no la mordí, sólo la lamí para probar una vez más mis propios jugos. Al mismo
tiempo saltaba contra la cama, provocando que el desodorante en mi culo saliera
un poco y luego se volviera a clavar duramente. La lujuria se había apoderado
de mi cuerpo. Bajé una vez más la uva hasta mi concha y esta vez la metí
directamente por mi agujerito, disfrutando mucho la dilatación y posterior
contracción de los labios internos.
Dejándome
llevar por la calentura, me puse en cuatro arriba de la cama, con el culo
apuntando hacia la puerta de entrada, como si el hombre de mis sueños fuera a
entrar por ella a metérmela hasta el fondo por cualquiera de mis agujeritos. Con
una mano mantuve dentro el desodorante, dándole leves empujoncitos; con la otra
mano me masturbé intensamente y gemí de placer con la cara pegada al colchón. Estuve
haciendo esto durante un buen rato hasta que llegó el momento que tanto
buscaba: el orgasmo.
Me
atrapó en el preciso momento en que intentaba tomar aire, por lo que mis
gemidos de placer fueron sordos. Sacudí rápidamente mi clítoris y bombeé dentro
de mi cola con el desodorante sin detenerme. Logré tomar aire pero fue sólo
para dejarlo escapar entre jadeos de placer. Pude notar los flujos que se
acumularon en mi vagina, éstos hicieron que mis dedos se sintieran más suaves
contra mi clítoris, por lo que el gozo aumentó. Finalmente caí rendida,
tumbándome hacia el costado, como un animal que muere súbitamente.
Intenté
recuperar el aliento mientras sonreía. Me sentía feliz, hacía mucho, pero mucho
tiempo que no la pasaba tan bien. Miré el plato con las uvas y les agradecí mentalmente
por haberme brindado tanto placer... por haberme regalado nuevas sensaciones.
Extraje
el desodorante de mi culo lentamente y lo dejé sobre la mesita de luz. Luego me
senté contra el respaldar de la cama, abrí las piernas e introduje dos dedos en
mi concha, en busca de las uvas. No pude sentir otra cosa que mis propios jugos
y las paredes internas de mi cavidad. Separé un poco más las piernas y metí los
dedos más adentro. Nada. Las uvas no estaban.
Me
aparté de ese sitio y me senté en el lado opuesto de la cama, mirando para
todos lados, con la esperanza de que las uvas estuvieran entre las sábanas. Tal
vez las había expulsado con mi orgasmo, pero no pude verlas. Me clavé los dedos
una vez más, casi haciéndome daño... pero de nuevo, la desesperante nada.
Asustada
me puse en cuclillas arriba de la cama, continué hurgando mi intimidad,
utilizando ya tres dedos, ésta estaba dilatada y húmeda; pero las uvas no
bajaban, no aparecían por ninguna parte.
-¡Ay,
no, no, no! No me hagan esto... –exclamé con desesperación.
Me
puse de pie a un costad de la cama, levanté una pierna y busqué una vez más
dentro de mi vagina. ¡NADA! No estaban, se habían esfumado. El miedo comenzó a
invadirme. Me aterraba la idea de que no salieran. Me arrodillé en el piso con
las piernas un tanto separadas, esperando a que la fuerza de gravedad me
ayudara, mientras me invadían las posibilidades... si las uvas no salían
naturalmente, entonces debería sacarlas de la forma que fuera. Dejarlas allí
dentro sería sumamente peligroso ya que se pudrirían y podrían ocasionarme una
grave infección... ni siquiera quería pensar en esa idea... las sacaría, como
sea... en ese instante pensé en un ginecólogo y pude sentir mis mejillas
ruborizándose. “¡Ni loca!” me dije a mí misma. No quería ir a un consultorio y
explicarle al médico de turno que había estado masturbándome con uvas y que
éstas se habían perdido dentro. No me sometería a semejante humillación.
Estuve
alrededor de veinte minutos, o más, intentando inútilmente sacar las putas
uvas; pero nada funcionó. Mis palpitaciones aumentaban y disminuían vertiginosamente,
en un momento sentí que se me bajaba la presión y me mareaba, allí fue cuando
dije que debía relajarme y pensar las cosas con mayor claridad. Si seguía
cayendo en la paranoia, entonces estaba perdida. Me acosté boca arriba en la
cama y, utilizando una revista vieja, me abaniqué para refrescarme y cambiar el
aire. “Tranquila Carmen, ya vas a encontrar la forma de sacarlas”, me dije. Pensé
en llamar a alguien de confianza... pero ya no me quedaban personas de
confianza. Mi ex marido ya había quedado completamente borrado de mi vida y no
tenía amigas en las que pudiera confiar en una emergencia semejante.
No
tenía más alternativa... debía salir de mi cuarto y pedirle ayuda a Luisa, si
mi hija no me salvaba de esta... entonces estaba en un serio problema...
solamente rogaba que ella comprendiera que no soy una loca... que sólo intentaba
pasarla bien un rato... seguramente ella también se masturbaba y habría hecho
alguna locura...
Me
envolví con la bata y miré la puerta de mi dormitorio. Tomé aire y salí en
busca de mi hija.
Continuará...
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