La Cueva Libidinosa.
-1-
Quedé un poco desorientada y excitada luego del intenso
experimento lésbico al que me sometió Tatiana. No quería volver a mi casa pero
tampoco tenía ganas de quedarme en la universidad.
Necesitaba poner mis ideas en línea, estas nuevas e
intensas sensaciones me estaban afectando mucho. Era como si todo mi mundo se
hubiera reducido a una sola pregunta: «¿Me gustan las mujeres?»
Decidí seguir los consejos de mi amiga y continuar con
las pruebas, esperaba que todo esto me ayudara a encontrar una respuesta.
Comencé a caminar con rumbo fijo al cibercafé que mencionó Tatiana, donde podría
poner a prueba mis preferencias sexuales, lejos de la mirada acusadora de la
gente... al menos eso esperaba.
En pocos minutos llegué a una casita pintada de azul
marino, tenía las paredes descascaradas y no cuadraba con las demás viviendas
que la rodeaban, las cuales eran bastante lujosas y grandes. Vi un desgastado
cartel que decía: “La Cueva, Cibercafé”, en letras doradas.
Antes de llegar había imaginado que me encontraría con un
sitio mucho más agradable y moderno. Desilusionada estuve a punto de dar media
vuelta y marcharme, pero junté coraje y entré.
El lugar era tétricamente oscuro. El ambiente hacía honor
al nombre del establecimiento. Las paredes estaban pintadas de negro, el techo
era bajo y el aire estaba viciado, aumentando el efecto sofocante. Eso sí, de
café ni hablar. No servían ni un vaso con agua... y si lo hicieran, no lo
bebería. No era más que un nido de ratas lleno de cables y computadoras algo
pasadas de moda, las delataban los grandes monitores que tenía, ni una sola de
ellas tenía una pantalla LCD o LED.
El muchacho que atendía el establecimiento era una mezcla
entre estúpido total y maniático sexual. No dejaba de mirarme de forma
descarada y me puso un poco incómoda. Por fin logré que me dejara en paz al
pedir una máquina para uso personal; haciendo hincapié en la palabra
“personal”. Me señaló la que me correspondía y me alegré al llegar a ella,
estaba ubicada dentro de un cubículo con puerta, sólo había tres de esas “cabinas
privadas”, el resto de las computadoras estaban bastante expuestas. Me pregunté
cuántas veces Tatiana había visitado este antro.
Entré al cubículo, cerré la puerta con una pequeña traba
y me senté tranquila; pero esta tranquilidad no duró mucho tiempo.
Repentinamente me invadió la paranoia. Si estos lugares eran tan cerrados se
debía, sin ninguna duda, a que la gente hacía cosas raras en ellos, esa idea me
asqueó un poco, lo peor fue pensar (no sé porque llegué a esa conclusión) que
podría haber una cámara escondida para grabar a dulces e inocentes niñitas,
como yo.
Revisé el pequeño cuarto minuciosamente. Todo parecía
estar en orden, no había sitio donde esconder una cámara, por pequeña que
fuera. Hasta revisé debajo de la mesa y opté por voltear hacia la pared la cámara
web, aunque ésta estuviera apagada. Me cercioré de que la tranca que cerraba la
puerta del cubículo desde adentro estuviera bien puesta y, ya más tranquila,
regresé a la silla.
Cuando recuperé la serenidad por completo comencé con mi
investigación. Entré a Google y me di cuenta de no sabía cómo comenzar la
búsqueda de material pornográfico, ya que esta vez debía hacerlo más allá del
mero entretenimiento erótico, debía comparar si me resultaba más atractivo ver
un cuerpo masculino desnudo o uno femenino y sabía, por la poca experiencia que
tenía en el tema, que si buscaba páginas con hombres desnudos lo más probable
era toparse con páginas de material gay, cosa que no me interesaba ni quería
ver.
Me aventuré y comencé por las palabras que mejores
resultados me podrían dar: «Hombres con grandes penes». La búsqueda fue un
fiasco total, me aparecieron cosas como “El hombre con el pene más grande del
mundo”. Ni siquiera quise entrar a esas páginas.
Intenté una segunda búsqueda introduciendo: «Chicos
desnudos» y fue aún peor. Ni siquiera me atrevo a decir qué tipo de
advertencias me aparecieron. Debía concentrarme y hacer las cosas bien o me
iría de allí sin haber evaluado nada. ¿Me había oxidado en el tema de la
pornografía?
Probé con: «Fotos de penes erectos», pero me aparecieron
esas páginas de material gay que pretendía esquivar.
Harta de mi estupidez decidí llevar la búsqueda a algo
más concreto, puse: «Video, hombre cogiendo con pendeja».
Esta vez me fue mucho mejor, llegué a una página en la
que aparecía un video de una chica manteniendo relaciones sexuales con dos
hombres al mismo tiempo. No estaba nada mal, vería mucho pene y poca vagina.
Apenas apreté el botoncito para reproducir el video, un
estridente gemido inundó el cubículo en el que estaba encerrada. Apreté pausa
al instante y me ruboricé. «Excelente Lucrecia, eso debieron escucharlos todos
los que estén dentro del cibercafé –me dije a mí misma–. En el mejor de los
casos van a pensar que estás mirando porno, pero bien podrían pensar que la del
gemido fuiste vos.»
Por más que me lo reprochara una y mil veces, ya no podía
hacer nada para cambiar lo ocurrido. Reduje el volumen del video hasta dejarlo
casi mudo y, con el corazón latiendo a gran velocidad, lo reproduje otra vez.
Resultaba evidente que el video había sido grabado con un
teléfono celular, esto me agradó ya que me indicaba que esa escena de sexo no
había sido actuada, se trataba de una chica común y corriente... con dos hombres.
Ella estaba en cuatro sobre la cama y el que filmaba la penetraba por la
vagina, cuando la toma subió pude ver que, al mismo tiempo, ella le estaba
practicando una mamada a otro muchacho. No voy a decir que esto no me provocó
cierto calorcito en la parte baja de mi vientre, pero la reacción no era la que
esperaba. Una escena de ese tipo debería haber bastado para imaginarme a mí
misma en el lugar de la chica, pero en realidad me daba bastante asco
imaginarlo. Tuve que suspender la reproducción del video y optar por otro.
El siguiente video era de un muchacho que afirmaba estar
cogiéndose a su novia. La chica tenía un buen cuerpo, una cinturita pequeña y
una cola bien grande. Él también estaba bien dotado, sin embargo mis ojos se
detenían siempre en las nalgas de la jovencita. Llegó un momento en el que el
pene del muchacho, que no paraba de entrar y salir, me molestaba, ya que quería
que se apartara para poder admirar la vagina de la chica.
Por esto decidí pasar a la categoría femenina, aunque temía
el resultado que esto podría traer. Dentro de la misa página pornográfica busqué:«Lesbianas
teniendo sexo.»
El video que llamó mi atención se titulaba: «Mejores
amigas teniendo sexo». Mi mente enseguida relacionó esa frase con Lara, al fin
y al cabo ambas habíamos admitido que éramos mejores amigas y mis dudas se
había iniciado con ella.
Reproduje el video y en toda la pantalla apareció una
chica muy hermosa, de cabello negro, acostada en un sillón. Tenía las piernas
levantas y muy separadas. La que debía ser su mejor amiga le abría la vagina
con una mano y la masturbaba hundiéndole un dedo dentro del húmedo y rosado
agujerito. Me di cuenta de que tenía la boca seca y tuve que humedecerla con mi
saliva... lo que empezó a humedecerse sin que yo se lo pidiera, fue mi rajita.
Continué mirando el video y más adelante vi a las dos
chicas besándose apasionadamente. La calidez de mi vientre me produjo una
sensación muy agradable, me fue imposible no recordar lo que había hecho con
Tatiana apenas minutos antes. Es muy probable que nos hubiéramos visto igual a
esas chicas. Eso me calentó aún más, pero le eché la culpa a Tatiana, por besar
tan bien. En este momento fui consciente de que había besado a una mujer y lo
peor de todo es que lo había hecho de forma apasionada y lo había disfrutado, a
estas ideas se le sumaron el beso a Lara y por supuesto, no podía faltar, el
atormentante recuerdo del sabor de su vagina.
Sacudí mi cabeza intentando borrar todas esas imágenes y
continué mirando la pantalla. La chica que había sido masturbada le estaba
sacando la ropa a la otra. Ambas eran muy bonitas, pero sus cuerpos no eran
perfectos, eso me agradó bastante ya que me transmitía mayor veracidad a lo que
estaba ocurriendo, me gustaba más imaginar chicas con las que podría cruzarme a
diario en la universidad que actrices porno llenas de cirugías estéticas.
Una vez que las dos quedaron desnudas una se acostó boca
arriba, con las piernas abiertas y la otra le dio una rápida lamida la vagina
completamente depilada. Mi libido se puso en alerta. Luego vino otra lamida,
ellas parecían estar pasándolo muy bien. La escena fue ganando pasión y en poco
tiempo la chica se la estaba chupando con unas ganas increíbles a su amiga. No
se asemejaba a las torpes lamidas que yo le había dado a Lara, esto era sexo
puro, apasionado y veraz.
Miré hacia ambos lados, como si fuera a cruzar la calle.
No había nadie más que yo y toda mi libido dentro de ese pequeño y oscuro
cubículo, pero me disponía a hacer algo sucio y prohibido, inconscientemente necesitaba
asegurarme de estar sola.
Me levanté la pollera, aparté la bombacha y fui directo a
mi vagina que ya estaba ansiosa por recibir cariño, a pesar del intenso orgasmo
que me había provocado Tati. Froté mi clítoris sin dejar de mirar la pantalla,
generando inconscientemente el paralelismo entre esas dos muchachas entre lo
que habíamos hecho Tatiana y yo en los vestuarios. Si la cosa hubiera ido más
lejos, podríamos haber terminado lamiéndonos las vaginas con esa misma
intensidad.
En cuanto el video finalizó, busque otro de la misma
índole. De nuevo dos chicas comiéndose la una a la otra. Volví a masturbarme
ávidamente y me imaginaba que era Lara la que me lamía, luego que Tatiana lo
hacía. Fui fantaseando con todas las chicas de mi grupo, incluso aquellas que
no eran tan bonitas. Incluso me cachondeé pensando en las chicas de Acción
Católica, un grupo de la iglesia conformado por puras mojigatas, como yo. Una a
una me las violé en mis pensamientos. Estaba descontrolada, como si hubiera puesto
mi verdadero yo en una jaula y una nueva Lucrecia, impulsada por la excitación
sexual, hubiera tomado el control de todo mi ser.
Al dejar fluir tanto mi imaginación y disponer de tanto
material erótico lésbico, llegué al orgasmo en unos veinte minutos
aproximadamente. Tuve que esforzarme por no jadear de más ya que con eso le
alegraría la mañana al estúpido que atendía el cibercafé.
-2-
Más confundida que una lesbiana ciega en una pescadería
(nunca había entendido esa expresión, pero ya la entendía y me causaba gracia...
las ventajas de dejar la ingenuidad atrás), acomodé mi ropa y abandoné el
cibercafé, pagando de más y sin esperar el vuelto. No quería que ese
degeneradito notara mis mejillas coloradas y mi respiración agitada.
Una vez más me invadió la culpa, intentaba no pensar,
debía tomármelo a la ligera, como Tatiana sugería. Las chicas se masturbaban
todo el tiempo. Debía admitir que a mí me gustaba hacerlo, eso sí, pero no
tenía nada de malo. Más de una vez escuché a mis amigas hablar del tema y las
traté de locas, ahora me daba cuenta que no eran ningunas locas, eran personas
comunes y corriente, que les gustaba tocarse, sanamente. Eso no lastimaba a
nadie.
No era el fin del mundo, aún no podía asegurar nada. Ni
siquiera podía decir que me gustaran las mujeres. No hasta probar una vagina de
la forma apropiada, porque las lamidas a Lara no significaban nada, eso ni
siquiera llegaba a ser sexo oral.
Por ese entonces estaba desarrollando una increíble
capacidad de mentirme a mí misma.
-3-
Me encerré en mi cuarto, acompañada solo por la música de
la banda Placebo. Puse un disco de
ellos de forma intencional ya que consideraba que la sesión de masturbación en
el cibercafé cumplía la función de una píldora placebo. Tal vez mi
subconsciente creía que eso había sido sexo, peor había una parte, muy dentro
de mí, que sabía que lo ocurrido no me había dejado del todo satisfecha.
Me tiré en la cama y me quedé mirando al techo, con las
manos cruzadas sobre mi estómago. Una mano sostenía a la otra para que ninguna
tuviera que caer en la tentación de acariciar una vez más mis zonas erógenas.
Mi integridad estaba colapsando, durante años mi mayor
pecado había sido masturbarme y tenía que luchar internamente con la
culpabilidad que eso me traía, pero algo había cambiado y un toqueteo en mi vagina
parecía una nimiedad, una sonsera, una completa boludez. Con solo imaginar cómo
reaccionaría mi madre si se enterara lo que hice con Tatiana dentro del
vestuario, se me ponía la piel de gallina. Ella me asesinaría a sangre fría. ¿Y
mi padre? Seguramente Josué pondría un grito en el cielo y le pediría a Dios
que enviara al Arcángel Miguel para atravesarme el torso con su espada para
luego enviarme, a sufrir eternamente, a las profundidades del abismo del
terror.
Pero si todo eso me preocupaba tanto ¿Por qué no podía
dejar de sonreír al pensar en lo que había hecho?
Casi podía escuchar a mi madre dándome un sermón sobre la
“Manzana de la Tentación” y de cómo Adán, seducido mediante engaños, la había
mordido, condenando así a toda la humanidad a nacer con el Pecado Original.
Una vez había intentado responderle a mi madre, durante
uno de esos sermones, que a Adán no le importaba la manzana, lo que realmente
le molestaba era la prohibición. Si además le dijera que ese concepto lo había
escuchado en una canción de una banda de rock (a la que llamaba coloquialmente
“Los Redondos”), luego de cruzarme la
cara con un cachetazo, me prohibiría para siempre escuchar esa banda... y,
posiblemente, me prohibiría escuchar rock.
Sin embargo así me sentía yo desde hacía mucho tiempo.
Odiaba todas y cada una de las prohibiciones impuestas por mis padres. Tuve que
soportar estoicamente sus reglas absurdas y sus órdenes directas e indirectas,
había acatado casi todas y cada vez que había tenido una actitud rebelde, había
sido castigada. Detestaba esos castigos casi tanto como las prohibiciones.
«No podés tener novio, primero tenés que terminar la
carrera universitaria», me habían dicho una y mil veces.
«No podés salir a bailar con tus amigas, esos sitios están
llenos de gente inmoral», a pesar de que un par de veces me las había ingeniado
para ir a una discoteca, por lo general mis padres se enteraban y me castigaban.
«Lo hacemos por tu bien», me repetían hasta el cansancio.
¿Qué sabían ellos de mí?
¿Cómo podían saber qué me hacía bien y qué no?
¿Por qué yo no tenía derecho a vivir y a equivocarme?
En la universidad aprendí que de los errores se aprende,
pero mis padres ni siquiera me permiten cometer esos errores. No me permiten
salir al mundo. No me permiten vivir. No me permiten crecer. No me permiten ser
feliz. Tengo que ser la niña autómata que ellos siempre quisieron... la niña
autómata en la que casi me convierten... pero ya no. Allí fuera había miles de
manzanas esperando a ser mordidas y yo quería clavar mis dientes en algunas de
ellas, aunque su sabor me asqueara, al menos así aprendería qué manzanas debía
morder y cuáles no. Mis padres no podían hacer eso por mí. No podían
arrebatarme el derecho a equivocarme.
Sí, tal vez dejarme tocar por Tatiana había sido un
error, pero era un error mío, una locura mía. Una vivencia personal que ya no
podía deshacer y debería aprender a vivir con las consecuencias que acarreara y
en lugar de sentirme culpable por eso, me sentía feliz, sentía que pude abrir
una puerta hacia la liberación. Mi propia liberación.
No tenía idea de si las mujeres me gustaban o no, puede
que sólo me atrajera el sabor prohibido que eso acarreaba, pero al menos
intentaría descubrirlo. Con miedo, con dudas, con errores y aciertos, pero lo
haría.
Y si, además, de vez en cuando quería masturbarme,
entonces... entonces le pediría permiso a Dios para hacerlo...
¡Dios! Si ya lo había hecho y me sentía culpable por no
sentir culpa. «¿Qué tiene de malo hacerlo? Es mi cuerpo, por algo me lo diste»,
le dije a Dios en mis pensamientos.
Mis padres me prohibían, sobre cualquier otra cosa, el
placer carnal... pero yo ya no podía contenerlo... lo necesitaba... necesitaba
ser mujer y gozar como tal. Sin embargo me era mucho más fácil llevarle la
contra a ellos que llevársela a Dios.
-4-
Al día siguiente tuve que esforzarme por mantenerme
atenta a las clases dictadas en la universidad; sin embargo obtuve buenos
resultados y logré evitar pensar en cualquier tema relacionado con el sexo.
Pero esto cambió drásticamente cuando terminé de cursar. Lara se me acercó para
preguntarme si tenía ganas de ir a su casa, a almorzar, para luego estudiar;
tuve que inventarle una excusa, ya que no me sentía preparada para estar sola
con ella, le dije que tenía turno con el ginecólogo, lo cual era una gran
mentira porque hacía años que no iba a una de esas revisiones; tampoco tenía la
necesidad de hacerlo ya que no mantenía relaciones sexuales con nadie y no
había sufrido molestia alguna. Ella, con una sonrisa, me dijo que no me preocupara
ya que podríamos reunirnos en otro momento. Nos despedimos y me quedé mirando
su sutil forma de bambolearse al caminar.
¿Por qué encontraba eso tan sensual y erótico?
Tragué saliva y seguí caminando sin rumbo fijo. Mi
subconsciente me llevó hasta la puerta de la capilla, anexo de la universidad. Tal
vez Dios me había llevado hasta ese sitio con la intención de castigarme, o podía
tratarse de mi inconsciente sobrecargado de culpa quien me decía que debía castigarme
a mí misma por todos esos sucios pensamientos.
Entré y me senté en un banco tan cerca de la cruz como me
fue posible. No fui a la primera fila porque allí había un par de viejitas y no
quería que me molestaran.
Intenté recordar alguna oración, de esas que sabía de
memoria y que tantas veces había repetido, pero mi mente estaba congestionada y
no podía acordarme de ninguna, al menos no de forma completa.
Cuando estaba sumergida en mis lamentos escuché una dulce
voz femenina a mi lado:
―La Madre Superiora me dijo que querías hablar conmigo.
Levanté la cabeza y vi que la viejita me saludaba, con
una sonrisa amarillenta, desde el otro extremo de la capilla. Luego volteé
hacia la mujer que se había sentado a mi lado.
Se trataba de una monja con sonrisa cálida y alegre que
irradiaba sabiduría, a pesar de su corta edad. Calculé que debía tener unos
treinta y cinco años, no mucho más que eso. Sabía que la había visto antes, al
recordar lo que me había dicho Sor Francisca hacía unos días deduje que esa
debía ser Sor Anabella. Estaba enfundada en sus hábitos y sólo podía ver su
rostro y un par de pequeñas manos con los dedos entrelazados. Sus facciones
eran suaves y no había marcas en su piel, tenía ojos grandes y expresivos. No
aparentaba la rigidez típica de las monjas, podía notar cierta complicidad en
su mirada. Era como estar viendo a la “Novicia rebelde”. Le dediqué una
sonrisa. Esperaba sentirme más cómoda con ella que con la Madre Superiora.
―Buenos días Hermana Anabella ―ni siquiera sabía qué hora
era pero calculaba que eran menos de las doce del mediodía.
―¿Tu nombre es Lucrecia, cierto? ―Asentí con la cabeza―.
Podés decirme Anabella, no me gustan los formalismos ―al parecer opinaba igual
que la Madre Superiora―. ¿De qué asunto querías hablar conmigo? ―Preguntó con
voz suave, no me estaba interrogando, sino que me invitaba a conversar.
―Es un tema un tanto delicado, no sé si éste será el
mejor lugar para hablarlo ―miré a Cristo en la cruz como si no quisiera que él
me escuchara. La tensión entre Él y yo iba en aumento a cada minuto.
―Entiendo, a mí también me pone nerviosa su mirada cuando
sé que hice algo malo ―me sorprendió mucho que dijera eso, en ese momento me di
cuenta de que ella no era como las monjas que había conocido―. Si querés
podemos hablar en mis aposentos.
¿Aposentos? ¿Quién usaba esa palabra en el siglo XXI? Tal
vez la monjita vivió tanto tiempo dentro del convento que ya perdió todo
contacto con el mundo real y actual. Algo similar a lo que me pasó a mí, viviendo
bajo la sombra autoritaria de mis padres.
Accedí a acompañarla porque no quería quedarme más tiempo
frente a Jesucristo teniendo la mente repleta de mujeres desnudas.
Caminamos un largo trecho en silencio, no sabía que
hubiera lugares tan amplios dentro de este lado del edificio. Los “aposentos”
de las monjas se conectaban con la escuela mediante pasillos que formaban un
amplio laberinto, intentaba recordar los puntos llamativos para poder regresar
luego, sino tendría que pedir prestado algún GPS o que una monja me escoltara
de la mano hasta la salida.
Nos detuvimos en uno de estos largos pasillos. Podía ver
varias puertas, todas iguales. Anabella utilizó una vieja y pesada llave para
abrir una de ellas. La habitación parecía salida de un libro de Harry Potter…
sí, también leía Harry Potter. El techo era alto y los ventanales hermosos,
todos terminaban en arco y aportaban una cálida luz al interior abovedado. Pude
ver una gran cama a varios metros de la puerta de entrada. Anabella también
poseía una mesa de madera en el centro del cuarto. La distribución me recordaba
un poco a mi propio dormitorio, sólo que aquí todo era mucho más amplio y
antiguo. Cada detalle allí dentro servía para aumentar la ilusión de viaje en
el tiempo, sólo faltaba que encendiera velas; pero al parecer ya le habían
instalado luz eléctrica.
La monja me señaló una de las sillas para que me sentara
mientras ponía agua a calentar sobre un anafe, pensé que tomaríamos té, pero
llegó con un mate en la mano y comenzó a llenarlo con yerba. Me causaba un poco
de gracia la escena, no sé por qué pero no me imaginaba a las monjas tomando
mates. Yo no era una gran aficionada a esa infusión, pero no me molestaba
tomarla. Debía admitir que, en ciertas ocasiones, el mate era un gran
acompañante para una charla.
Me pregunté cómo sería vivir en un sitio tan grande como
éste, sin ser dueño de nada. Al menos la Hermana Anabella contaba con su propio
cuarto, lo cual debía ser un gran privilegio, tal vez se lo había ganado por su
gran desempeño al servicio de Dios.
Reparé en algunos tomos de viejos libros sobre un pequeño
escritorio de madera situado frente a la cama, todos estaban relacionados con
el catolicismo. ¿Leerían alguna vez las típicas novelas que se pueden encontrar
en cualquier librería? ¿Qué haría ella para entretenerse durante sus tiempos
libres? No consideraba que una persona, por más institucionalizada que
estuviera, pudiera pasarse las veinticuatro horas del día con la mente puesta
en su trabajo o vocación.
―Ahora sí podés hablar con libertad ―su voz cálida y
serena me sacó de mis pensamientos.
―Con tanta libertad, no. Hace poco casi mato a una monja
y no quiero hacerle lo mismo a otra. Es un tema bastante delicado ―hice una
pausa para evaluar su reacción; pero seguía mirándome con la misma expresión de
católica bonachona y comprensiva―. Tiene que ver con la relación entre mujeres…
relación íntima.
―Ah, comprendo ―eso borró de un zarpazo la sonrisa de su
rostro y sus rasgos se tornaron más fríos y sombríos.
―Para ser sincera ―esa mujer me inspiraba confianza,
aunque me mirara como si yo fuera la mismísima Lilith―, es algo que me está pasando desde hace poco. Me siento
atraída por algunas de mis compañeras de facultad.
―Sí, es un tema delicado y no creo ser la persona
indicada para hablarlo, de hecho tal vez sea la menos indicada –supuse que otra
vez le pasarían la papa caliente a otra persona―; pero le prometí a la Madre
Superiora que haría mi mayor esfuerzo para ayudarte. Supongo que ésta será una
prueba que me presenta el Señor ―aguardó en silencio durante un par de
tortuosos segundos―. No soy tan ingenua como parezco, sé muy bien que hay
mujeres en la universidad que hacen esas cosas; pero nosotras, las monjas, no
podemos intervenir. Mucho menos hoy en día, con todo ese tema de la aceptación
de la homosexualidad –escuchar esa palabra me impactó bastante, nunca me había
pensado como “homosexual”, era una palabra muy fuerte―. A pesar de que,
religiosamente, nos opongamos a este tipo de relaciones, la universidad también
se rige por leyes estatales y no se puede expulsar a una persona por sus
preferencias sexuales.
―¿Y usted qué piensa sobre esas prácticas? ¿Le parece que
están bien, que es algo normal? Puedo saber lo que piensa la Iglesia, pero me
gustaría recibir una respuesta más personalizada.
―Podés tutearme, Lucrecia ―se puso de pie y trajo el agua
caliente en un termo y comenzó a cebar mates―. Para serte sincera no creo que
sea algo “normal”. Dios nos hizo como somos para que la relación amorosa sea
entre un hombre y una mujer; pero entiendo que los tiempos cambian y la
mentalidad de la gente también. Pienso que vos deberías rezar para que Dios te
muestre el camino a seguir ―me ofreció un mate, el cual me gustó mucho, a pesar
de no llevar azúcar.
―Mis más sinceras disculpas Anabella; pero la verdad no
creo que rezar me ayude mucho, esto que me está pasando es muy intenso. Ya me
conozco todos los sermones religiosos y tuve miles de conversaciones con Dios;
pero la verdad es que, en este momento, necesito alguna respuesta que esté
fuera de la fe. Algo concreto. Algo que me ayude a posicionarme en la realidad.
―Me lo ponés difícil ―de pronto sonrió, era bonita de
verdad―; pero voy a hacer una excepción, vos parecés una buena chica y yo puedo
dejar de lado mi devoción al Señor por unos instantes, para que hablemos como
amigas, de mujer a mujer.
―Eso me agradaría mucho, porque es lo que necesito, la
opinión de una mujer.
En realidad ya se la había pedido a Tatiana, pero como
ella es lesbiana sólo me daba un punto de vista, me hacía falta la opinión de
alguien que no lo fuera.
―Si querés contame cómo empezó todo ―me sugirió
amablemente.
―Está bien. Mi problema comenzó hace unos días, cuando vi
algo en el celular de una amiga ―extraje mi smartphone
para enseñarle cómo era―. Acá uno puede guardar muchas cosas, incluso fotos y
videos –me miró como si no comprendiera―. Tienen cámara fotográfica y
filmadora, el de mi amiga es bastante parecido a este y…
―Puede ser ―me interrumpió―, aunque el tuyo está un poco
pasado de moda –extrajo un smartphone
color blanco aún más grande que el mío–. El tuyo tiene un sistema operativo un
tanto viejo, en cambio éste te permite instalar más aplicaciones y tiene más
memoria RAM ―me quedé boquiabierta― ni hablar de la capacidad interna, este
debe tener casi el doble que el tuyo. También tiene una cámara con más mega
píxeles, lo que significa: mayor calidad de imagen.
―Este... eh, no pensé que tendrías uno…
―¿Por qué? ―me miró con alegría juvenil― ¿Te creés que
porque soy monja vivo en la edad de piedra? ―«Nota mental: la monja puede leer
el pensamiento»―. Muchas de las Hermanas tenemos uno. Yo lo uso, básicamente,
para los jueguitos y escuchar música; me entretiene bastante. Me lo compró mi
madre hace unas semanas ―«¿Su madre todavía vive?» Pensé inconscientemente, como
si Anabella tuviera setenta años―. Se nos permite tener algunos objetos
personales, pero no podemos tener mucho dinero propio ―hizo una pausa―. A veces
saco fotos también, pero no como las de tu amiga, eso te lo aseguro.
―¿Fotos de qué tipo? ―pregunté automáticamente, guiada
por mi poderosa curiosidad.
―A ver… esperá.
Buscó, durante unos segundos, tocando hábilmente la
pantalla y luego me enseñó la foto de una chica muy bonita, de cabello castaño
rojizo que caía sobre sus hombros en delicadas capas. Lo más destacable era su
amplia sonrisa y el brillo color ámbar de sus ojos, coronados con largas
pestañas. La muchacha de la foto vestía una remera blanca que hacía resaltar,
de forma discreta, unos pechos redondos de tamaño considerable. Mis indiscretos
ojos se centraron en esos melones y en la brillante sonrisa.
―¡Que linda chica! ―Exclamé―. ¿Quién es? ―pregunté
embobada.
―¿Cómo “quién es”? ¡Soy yo! ―simuló indignación.
Segunda gran impresión en menos de cinco minutos. No
podía creer que fuera tan bonita debajo de ese sobrio atuendo. Se me aceleró el
corazón. ¿De verdad tendría el cabello tan hermoso? La miré fijamente
intentando encontrar en ella los rasgos de la mujer en la fotografía. La
iluminación del ambiente no era muy buena, pero pude ver que sus ojos eran
igual de cálidos y expresivos que los retratados. Ella comenzó a sonreír y allí
pude ver claramente que se trataba de la misma persona. Su cabello estaba
oculto bajo el velo, pero debía ser tal cual lo había visto... ¿Y esos pechos?
¿Tendría los pechos tan grandes? Me resultaba imposible saberlo debido a que
sus hábitos cubrían todo su torso.
―Pensé que eras más vieja ―“vieja” no es la palabra
correcta para usar con una mujer, sea monja o no―. O sea, pensé que tenías más
años.
―¿Qué edad pensás que tengo? ―su sonrisa fue la de una
chica común y corriente, no encajaba con el marco que ofrecía su vestimenta.
―Aproximadamente... unos treinta y cinco años ―respondí
insegura.
―Tengo veintiocho.
Así fue como llegué a la tercera conmoción cerebral del
día. Esta monjita me sorprendía a cada minuto.
―¿Por qué una chica tan joven y bonita decidió ser monja?
Siempre había supuesto que la belleza, especialmente en
las mujeres, tiende a colocar a la gente en posiciones más cómodas en la vida o
en trabajos horribles directamente ligados con apariencia física, como manejar
un surtidor de nafta en las estaciones de servicio; por esto siempre me resultó
raro ver mujeres hermosas como doctoras, policías o... monjas, ya que para
estas profesiones se requería una verdadera vocación y esfuerzo. La belleza en
el siglo XXI es un karma, es casi un pecado social que una mujer hermosa no
busque el camino fácil para el “éxito”. Esto me hacía valorar más a las mujeres
de gran belleza física que decidían optar por el camino sinuoso para seguir su
verdadera vocación en la vida.
―Es una historia un poco triste... ―en ese momento sonó
su teléfono― Uy, tengo que irme ―supuse que estaba mirando alguna especie de
recordatorio en su agenda―. Tengo que organizar algunas actividades para los
alumnos del colegio secundario, es una de las pocas cosas que puedo hacer que
no estén estrictamente ligadas a la iglesia. Vamos a tener que dejar la charla
para otro día.
―Está bien, no hay problema. Me agradó charlar con vos ―sonreí―,
cuando tengamos tiempo nos juntamos otra vez.
―¿De verdad? ―Su sonrisa era radiante―. Eso me
encantaría. Espero que no te olvides, las monjas solemos tener buena memoria,
especialmente si nos mienten.
―Te prometo que vamos a retomar la charla. Todavía tengo
muchas preguntas y me gustaría saber más de vos ―su historia me intrigaba
mucho.
―¡Buenísimo! Otra particularidad de las monjas es que
solemos tener pocas amigas, al menos fuera del convento.
Tengo cierta debilidad por la gente que tiene pocos
amigos, son como un imán para mí, no sé si lo que me acerca a ellos es la
lástima o la curiosidad por saber el motivo por el cual no tienen amigos; sin
embargo este caso era muy particular, la personalidad de esa monja me
sorprendía mucho y me daban ganas de seguir charlando con ella.
―Creo que nosotras podríamos ser buenas amigas ―confesé―,
sos una chica muy simpática y divertida.
―Gracias, vos también lo sos, aunque me da un poco de
miedo saber qué puede pasar por tu cabeza, con respecto a tus amigas ―eso me sonó
a advertencia.
―Este… no es tan grave como parece, seguramente sea
alguna locura pasajera. Nada de lo que deberías preocuparte.
―Está bien, te creo, pero de todas formas me gustaría
ayudarte a encontrar una respuesta. Sin ánimos de ofenderte te sugiero que leas
algunos pasajes del Nuevo Testamento, te sorprenderías al ver cómo te ayuda.
―Sí, lo sé muy bien. Lo leí muchas veces y más de una vez
me ayudó ―me sonrió sinceramente y me miró a los ojos fijamente, mi corazón dio
un fuerte salto.
―Te paso mi número de teléfono, si necesitas algo, podés
pedírmelo.
Me fui de allí más contenta de lo imaginado, con la grata
sensación de haber hecho una nueva amiga. Esperaba que ella pudiera ayudarme a
resolver los dilemas que me atormentaban.
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