Acción Católica.
-1-
Pasé más de una semana intentando, por todos los medios,
mantenerme lo más ocupada posible, para que mi mente no trabajara tanto ni se
cayera en ese precipicio lésbico que tanto vértigo me causaba.
Estudié hasta quedar agotada, repasando una y otra vez
los mismos temas hasta aprenderlos a la perfección, cuando esto no fue
suficiente, comencé a leer un libro viejo de fantasía épica, uno de mis géneros
literarios favoritos, pero no fue una lectura muy amena y no logró distraerme
tanto como quería.
Durante esos días evité el contacto con la gente,
especialmente con las de sexo femenino. No hice ningún intento por dilucidar mi
condición sexual e intenté dejarla bien almacenadita y reprimida en el fondo de
mí ser. Sin embargo hubo un par de ocasiones en las que caí en ello. Una noche,
antes de dormir, tuve que masturbarme para quitarme la enorme ansiedad que me
invadía, y para hacerlo recurrí, una vez más, al video de Lara. Luego esto me
generó una gran sensación de culpa, pero el impulso fue más fuerte que yo y no
pude controlarlo.
El domingo en que mi madre me preguntó si la acompañaría
a un encuentro religioso le dije que sí, sin dudarlo. Tenía la esperanza de que
eso me ayudara a quitarme los malos pensamientos de la cabeza, al menos por
unas horas. Dicho encuentro se llevaría a cabo en un club de campo que estaba
directamente ligado a una gran iglesia local. Para asistir a esa reunión debía
vestirme de blanco por completo. Me puse una pollera hasta las rodillas y una
blusa que disimulaba bastante bien mis pechos; me sentía como una niña de diez
años menos vestida de esa forma. Odiaba todo en ese atuendo, pero me lo puse
porque no quería discutir con mi madre, sólo quería mantener mi mente en un
lugar sano y seguro.
Ni bien llegamos al club, un grupo de personas se
abalanzó sobre nosotros para saludarnos. Ésta era una de las pocas salidas que
teníamos como una familia completa y a mi madre le encantaba que socializáramos
con el resto de los feligreses.
La cara de mi hermana, Abigail, parecía la de un
condenado a muerte marchando hacia la silla eléctrica, le aterraba ver tanta
gente junta y mucho más le aterraba tener que tratarlos cortésmente. Ella se
pasaba la vida encerrada en su cuarto y sólo salía para concurrir al instituto
en el que estudiaba Inglés a nivel superior. Abigail se destacó siempre por su
gran inteligencia y perspicacia, pero Dios le envió un par de engranajes defectuosos
para su maquinaria cerebral y a veces nos cuesta mucho predecir sus actos,
aunque por lo general a mí me hace reír mucho, es por eso que siempre me pongo
de su parte cuando sufre alguno de sus acostumbrados “cortocircuitos”, como a
ella y a mí nos gusta llamar a esos ataques que sufre.
En cuanto la vi rodeada de chicas de su edad que buscaban
aterrorizarla con cumplidos, abrazos y sonrisas radiantes de felicidad,
intervine para que no la agobiaran, lo cual podía ser muy peligroso. Saludé a
un par de conocidas simulando alegría y buen humor mientras Abigail se
refugiaba tras mi espalda. La mitad de estas personas no me caía bien y la otra
mitad me era indiferente pero era un sacrificio necesario para proteger a mi
hermanita y para volver a sentirme normal; si es que se le podía llamar normal
a un grupo de gente que se reunía para conservar apariencias, alardear sobre
cuánta fe tenían y competir unos con otros para determinar quién se acercaba
más a la perfección divina. Puede que sea un poco dura al pensar de esa manera
ya que no todos actuaban así; pero un gran número de concurrentes rectificaba
mis teorías.
Las actividades del día se distribuyeron por edades, como
suele hacerse generalmente en estos encuentros. Cada persona se acercaba a los
grupos de su edad. Abigail prefería estar con aquellos que eran más pequeños,
porque se sentía incómoda con adultos, yo encontré a un grupo mixto sentado
alrededor de una gran mesa de piedra que estaba situada bajo la copa de un gran
árbol. El verde intenso del césped y la forma en la que el sol de la mañana se
colaba entre las ramas del árbol hacían parecer a ese pequeño sector salido de
un libro de fantasía.
El grupo de seis estaba compuesto por tres personas de
cada género y yo no estaba segura de para qué lado sumaba. Me senté junto a un
pibe de mi edad, al cual nunca había visto, con la esperanza de que no fuera
tan imbécil como los otros dos, a los que ya conocía de encuentros previos y
los consideraba unos completos “hijos de mamá” incapaces de pensar algo por sí
mismos. Además este chico nuevo no estaba nada mal, tenía cierto atractivo, a
pesar de tener la cabeza poblada de rulos color castaño claro, lo cual hacía
que se asemejara un poco al perro pequinés de Lara; sin embargo no debía
juzgarlo, por mucho que odiara al maldito perro.
Toda la charla del grupo giraba en torno a la religión,
algunos debatían ciertos temas pero se les notaba el miedo al hablar. Allí
nadie era cura o monja, éramos jóvenes de la misma edad a los cuales los
obligaban a asistir a este tipo de reuniones, fuera de esto todos teníamos una
vida normal (a excepción de esos dos “nenes de mamá” que debían llevar una vida
de reclusión, alejada del mundo real) y nadie se atrevía a hablar de ello. En
un principio me pareció buena idea que la charla no se entrometiera en nuestras
vidas privadas, pero de a poco fui perdiendo el interés y ya ni siquiera
intentaba sonreírle a ese muchachito de rizos color pequinés.
Poco a poco mi atención la fue acaparando la chica que
tenía sentada frente a mí, ya que me miraba de forma extraña. Al principio la
ignoré pero luego comencé a mirarla más detenidamente, su cabello casi negro me
recordaba un poco al de Lara, al igual que sus grandes y expresivos ojos. Le
sonreí tímidamente cuando nuestras miradas se cruzaron y ella me devolvió el
gesto con una amplia sonrisa. Me parecía bastante bonita y eso era un riesgo.
Luego de unos minutos decidí no tentar al diablo y me excusé con los miembros
del grupo diciéndoles que debía hacer una cosa; no se me ocurrió ninguna excusa
mejor para inventarles, pero de todas formas abandoné mi asiento y me alejé de
ellos.
Vagué sin rumbo durante unos minutos hasta que llegué a
un bonito árbol aislado de los sectores de reuniones y me senté bajo su sombra.
Me costaba mantener mis pensamientos en claro, ¿por qué me resultaba tan
difícil permanecer frente a una mujer bonita? Esto no me pasaba antes... aunque
debía ser sincera conmigo misma, antes no había probado la calidez de una
mujer. Desde esa noche con Lara mi mente sufrió un gran cambio y lo del
experimento con Tatiana empeoró aún más las cosas... o tal vez las mejoró,
porque la pasé increíblemente bien con ella... ¡Dios mío! Lo estaba admitiendo.
Admitía haberlo pasado muy bien con ella y al continuar indagando en mi
interior también llegué a la conclusión de que una parte de mi cuerpo me pedía
volver a experimentar algo así. No podía evitar sonreír cada vez que recordaba
lo ocurrido en los vestuarios. Hasta llegué a preguntarme por qué no me animé a
lamer su sexo. Esa hubiera sido la respuesta definitiva que buscaba. Cabía la
remota posibilidad de que, de haberlo hecho, hubiera decidido que no me gustaba
y entonces podría quedarme más tranquila, pero dejarlo pasar sólo me había
generado dudas.
Casi sin darme cuenta corté puñados de césped mientras mi
mente divagaba, los dedos me quedaron verdes y olían a hierbas. Ese suave aroma
me transmitió cierta paz, como si me recordara que, lejos de mi mente
obnubilada, había un mundo terrenal y real; pero luego me percaté de que mi
conjunto blanco se mancharía todo si permanecía sentada allí. Me puse de pie y
corroboré que ninguna parte de mi vestido se había teñido de otro color, de
todas formas decidí lavarme las manos. Encaminé hacia el baño, que era para uso
exclusivo de los socios del club. Me lavé las manos mientras me miraba al
espejo, los rasgos angulosos de mi rostro me parecieron más atractivos que de
costumbre, ¿será cierto eso de que el sexo te cambia la cara? En ese instante
sentí más confianza en mí misma, me dije que si quería conquistar a alguien,
podría hacerlo, aunque se tratara de una mujer... pero no debía pensar en
mujeres, podía probar suerte con ese chico de cabello ondulado que... ni
siquiera sabía cómo se llamaba. Estaba segura de que él me dijo su nombre, pero
ni siquiera le presté atención.
«Lucrecia, te estás engañando a vos misma –me dijo la voz
de mi consciencia– él no te interesa para nada».
La puerta del baño se abrió repentinamente y, como si se
tratara de una manifestación divina, vi aparecer a la misma chica que me
sonreía en la mesa. Se acercó a mí con paso alegre, su atuendo era tan blanco
como el mío y no me permitía adivinar su figura, pero con sólo su sonrisa tenía
más que suficiente para llamar mi atención. La chica me agradaba, como cuando
te gusta alguien que no conocés mientras viajás en un colectivo e intercambiás
miradas con esa persona para luego bajarte del colectivo y no verla nunca más.
Hacía mucho tiempo que no me pasaba algo así y odiaba que me pasara con una
mujer.
–Hola –me saludó mientras se lavaba la cara– ¿cómo es tu
nombre?
–Lucrecia.
–Mucho gusto, yo soy Sofía. ¿Vos sos la hija de Adela y
Josué?
–Así es, y la hermana de Abigail –respondí con
amabilidad, pero la situación me incomodaba bastante.
Me puse a pensar sin apartar la mirada de esos
penetrantes ojos marrones. ¿Por qué entró al baño en el mismo momento que yo?
De todas las chicas que había en el club, ¿por qué tenía que ser justamente
ella la que entrara? ¿Acaso me estaba buscando, pretendía algo?
–Sí –su voz me tomó por sorpresa, sacudí mi cabeza para
volver a la realidad–, se nota mucho que son hermana, son muy lindas las dos.
Parecerían mellizas si ella no fuera más bajita.
–Gracias, vos también sos muy linda.
Me sentía una imbécil hablándole de esa forma pero me
costaba mucho pensar con claridad... y mi cerebro me jugaba bromas perversas,
lo único que me enviaba era frases como: «Sos hermosa», «¿Te gusto?», «¿Alguna
vez tuviste inclinaciones lésbicas», «¿Querés que nos besemos?». ¡Preguntas
estúpidas! Me daban ganas de salir corriendo, pero no podía huir de mi propia
mente.
–¡Que amable! Lo agradezco mucho –La gente en estas
reuniones solía hablar de una forma
exageradamente educada–. Algún día tendríamos que juntarnos para hacer
algo –dijo mientras pasaba caminando detrás de mí para buscar una toalla de papel.
Sentí su mano derecha rozando levemente mi cola y allí
fue cuando una peligrosa e incontrolable serie de sensaciones me invadieron.
«Pudo ser sin querer», me decía a mí misma; pero mi cuerpo estaba ganando
autonomía y me resultaba muy difícil controlarme. Sofía giró su cabeza y me
miró con una extraña sonrisa en los labios. «¡Lo hizo a propósito!» Apreté los
puños y los miré hasta que se pusieron blancos. «Tranquila, Lucrecia, no hagas
ninguna locura». Estas palabras sonaban huecas en mi interior. Mi corazón
bombeaba sangre con excesiva fuerza a cada rincón de mi cuerpo y la ansiedad me
formaba un vacío en la boca del estómago. Miré nuevamente a Sofía, estaba de
pie frente a mí y me miraba con sus expresivos ojos, los cuales me indicaban
que había en ella una intención que iba más allá de una simple conversación
amistosa.
Un instinto animal se apoderó de mí y fue allí cuando
perdí los estribos. Me abalancé sobre ella y moviéndome con agilidad felina
puse una mano en la parte baja de su espalda y la besé en la boca al mismo
tiempo que la empujaba hacia la pared, tal como Tatiana me lo había hecho
conmigo días atrás.
Sus cálidos labios me transportaron a un mundo de
fantasía lésbica donde nada más importaba. Bajé rápidamente mi mano libre y la
introduje debajo de su pollera. Las yemas de mis dedos se encontraron con su
abultado clítoris, que se refugiaba dentro de la tela de la bombacha. Mi lengua
se había apoderado de la suya, escuché sus gemidos ahogados y moví levemente
los dedos recorriendo la división de sus labios vaginales. De pronto me empujó
con fuerza hacia atrás.
—¿¡Qué hacés, estás loca!? —Me gritó con los ojos
imbuidos por la llama de la ira– ¿Qué tenés en la cabeza?
Nunca me había sentido tan avergonzada en toda mi vida,
ni siquiera sabía cómo había sido capaz de hacer algo así.
–¡Ay, perdón! –Estuve a punto de arrodillarme en el
suelo, para suplicarle misericordia-. Pensé qué… yo… no quería…
–¿Pensaste qué?
–Es que vos me hablabas raro y pensé que te gustaba
–tenía ganas de llorar, gritar, correr y morirme, todo al mismo tiempo.
–¿Pensaste que me gustabas? –se tomó unos segundos para
pensar en lo que le había dicho– ¿Sos lesbiana? –esa pregunta me lastimó como
un afilado puñal.
–¡No, no lo soy!
–¿Entonces por qué me besaste? Yo te hablé para que
seamos amigas, nada más. Estás totalmente loca, flaca.
–Sí, ya sé –bajé la cabeza y comencé a llorar.
–No te me hagas la víctima ahora, me manoseaste toda ¿y
ahora te ponés a llorar?
–Te pido mil disculpas, sé que fui una boluda total. ¡Por
favor no le cuentes a nadie! Solamente te pido eso. Si querés odiame,
insultame, pegame… lo que quieras, pero no le cuentes a nadie.
Intenté apartar las lágrimas de los ojos, ella me miraba
como si yo fuera un enviado de Satanás, parecía aterrada y tenía las mejillas
rojas, su respiración estaba casi tan agitada como la mía.
–No le cuento a nadie, pero no te me vuelvas a acercar
¿Entendido?
–Te prometo que ni siquiera te voy a mirar –no podría
volver a mirarla a la cara nunca más en la vida–. Fue un error, te pido mil
disculpas. No sé qué me pasó... no me pude controlar.
–Eso no me importa... me tocás otra vez y te mato.
Sin decir nada más, salió del baño caminando a paso
ligero. Mis piernas no pudieron sostenerme más, me senté en el suelo y me dejé
llevar por el llanto. La culpa me abrumó y me sentí una estúpida total. Ni
siquiera sabía por qué había actuado de esa forma, sabía que era una locura y
una estupidez, desde el principio, pero el impulso había sido tan fuerte que no
pude controlarlo. Me quedé llorando en el baño por casi media hora.
-2-
Aquella tarde de domingo tuve que excusarme con mi
familia para no asistir a la misa de las 19 horas. A mi madre no le agradó
mucho que yo me ausentara, no es porque siempre me obligara a asistir, sino
porque ese día se unirían a nosotros algunos miembros de la familia; sin
embargo cuando dije que debía prepararme para un importarte examen parcial que
tendría lugar a mediados de mayo, mi padre dijo que el estudio era muy
importante y logró calmar el temperamento de su esposa.
Creí haberme librado de mi familia por el resto del día,
pero me equivoqué. Luego de que la misa concluyó alguien llamó a la puerta de
mi cuarto. Se trataba de Abigail que, con pena me explicó que debíamos unirnos
a la cena familiar que estaban preparando. Tanto mi hermana como yo
detestábamos esas malditas reuniones donde nuestros padres sólo buscaban hacer
alardes de lo perfectas que eran sus hijas. La que más sufría con esto era
Abigail.
Me ofuscó bastante encontrarme con mi prima Leticia
sentada junto a la mesa del comedor; ella era partícipe de mi primer recuerdo
cuasi-lésbico y que hubiera aparecido justamente ese día me olía a castigo divino.
Ella me saludó cordialmente y me invitó a sentarme a su lado. Definitivamente
no quería hacer eso, no quería tener pensamientos sucios a su lado y tampoco
quería recordar la vez que la vi desnuda. Me pude librar de ella al decirle que
debía ayudar a mi mamá en la cocina. Más tarde, cuando nos sentamos a comer,
una de mis tías había ocupado la silla junto a Leticia, por lo que no quedó tan
desubicado que yo me sentara en el rincón más apartado de ella.
Durante la cena mi madre comenzó a hacer uso de su
artillería de orgullo, a veces me preguntaba si ella era consciente de que ese
era uno de los siete pecados capitales. Habló maravillas de mí alegando que
había tenido un excelente segundo año en mi carrera universitaria y que me
estaba preparando para hacer lo mismo este año, mis parientes me felicitaron
por ello y a mi madre se le hinchó el pecho de orgullo. Hablar de mí era la
parte que más disfrutaba, ya que todo lo que decía era cierto; pero cuando le
llegaba el turno a mi hermana, la cosa se ponía un tanto turbia ya que cada
pequeño logro de Abigail quedaba opacado por su enfermedad. Para remediar un
poco esta situación, mi madre comenzó a decir cosas como: «Últimamente está muy
tranquila y se porta muy bien», lo cual era una forma indirecta de decir que no
había vuelto a sufrir uno de sus ataques, algo que no era del todo cierto.
Noté que Abigail bajaba la cabeza cada vez que mi madre
hacía uno de esos comentarios y seguramente debería estar recordando el
desagradable episodio en el que había perdido el control y se había subido al
techo de la casa para anunciar, con mucha alegría y entusiasmo, que podía volar...
volar tan lejos que ya no necesitaría tolerar nunca más a los demonios de sus
padres. No era la primera vez que Abi veía a nuestros padres como
reencarnaciones diabólicas y a veces pensaba que no se equivocaba demasiado,
pero sí era la primera vez que se ponía a sí misma en un peligro tan grande,
como querer arrojarse de la parte más alta del techo. Tuvimos que pedir una
ambulancia y los enfermeros tuvieron que subir a controlarla para luego aplicarle
un fuerte sedante. Cuando la droga le hizo efecto me quedé junto a ella, en su
cuarto, a mi madre no le gustaba que la internaran ya que eso generaba
demasiados rumores. Me parte el alma recordar la forma en la que Abigail me
miraba, con sus ojitos entrecerrados, desvalidos y suplicantes. Casi podía escuchar
que una suave vocecita proveniente de ella me decía: «No quise hacerlo. ¿Por
qué me pasa esto a mí? Nadie me entiende». Se veía como un tierno animalito
herido, lo único que pude hacer fue acariciar su largo y sedoso cabello para
que al menos no se sintiera tan sola.
Cuando mi mamá volvió a hacer un comentario relacionado a
la enfermedad de Abigail, me vi en la obligación de intervenir, para cambiar el
tema. Le pregunté a uno de mis tíos sobre su trabajo, parecía una pregunta
insignificante e inofensiva; pero a veces las cosas más triviales de la vida
pueden traer conflictos. Mi tío comenzó a hablar, con tono burlón, casi
jactándose de su ingenio, sobre un par de compañeros de oficina que habían
hecho el ridículo al ser sorprendidos besándose.
—¡Qué loco está el mundo! —Exclamó mi madre—. Me imagino
que los despidieron.
—No, eso es lo peor de todo —aseguró mi tío—, los dos
siguen trabajando normalmente, como si nada hubiera ocurrido.
—¿Pero qué es lo que tiene en la cabeza el gerente... y
el jefe de persona? —los ojos de mi madre parecían dos cuentas de vidrio
infladas por la rabia—. ¿Cómo es que se le permite a esos degenerados seguir
trabajando en ese sitio?
—¿No estarás exagerando un poco, mamá? —cuando hice esta
pregunta un filoso silencio cruzó la mesa y todos se voltearon para mirarme.
—¿Qué decís, Lucrecia? —increpó ella.
—Digo que no me parece para tanto, al fin y al cabo fue
solo un beso, imagino que ya no lo van a volver a repetir en público.
—¿Sólo un beso? —su furia se incrementó y su ancho rostro
se tornó rojo—. Es una degeneración total... ¡dos hombres besándose! ¿Dónde se
ha visto?
—No es algo tan raro, pasó durante toda la historia de la
humanidad —le dije—, y sigue ocurriendo hoy en día. Hay muchos homosexuales
declarados viviendo tranquilamente.
—Así como también hay muchos delincuentes viviendo
tranquilamente, sin que nadie haga nada al respecto —dijo ella.
—Pero estos hombres no lastiman a nadie al besarse entre
ellos...
—¿Cómo decís una cosa así? Es un crimen ante el Señor, es
una aberración contra la naturaleza.
—Mamá, estamos en el siglo XXI...
—¿Y eso qué tiene que ver? ¿Acaso porque unos payasos
digan que ser homosexual está bien, vamos a creerle?
—Lo que digo es que...
—No discutas, Lucrecia —intervino mi padre con tono
autoritario, pero tranquilo—. Tu madre tiene razón. La sociedad está enferma y
somos muy pocos los que hacemos algo para cambiarlo...
La rabia me hervía por dentro, tenía la sensación de que
me estaban tratando de enferma... yo no era homosexual y tal vez un simple beso
con una chica no significaba nada, pero me molestaba que atacaran a esos
hombres; quizá sólo estaban sacándose la duda... como yo.
—...hay que mantener la integridad y ayudar a los que lo
necesitan —mi padre continuaba con su discurso y todos en la mesa lo escuchaban
atentamente.
—¿Y qué es lo que han hecho ustedes para ayudar a los que
más lo necesitan? —dije apretando los puños, nuevamente todas las miradas se
posaron en mí; la mayoría lucían confundidos, pero mis padres estaban furiosos.
—¿Te parece poco todo lo que hacemos por el prójimo? —me
dijo mi padre elevando un poco su tono de voz.
—¿Hacer qué? Si lo único que hacen es jactarse de los
donativos monetarios que dan a entidades benéficas de dudosa reputación —eso
era totalmente cierto, muchas veces había querido decirlo, pero no me había
animado; siempre dudé de las supuestas entidades benéficas a las que estaban
afiliados mis padres por creerlas estafas o formas de evadir impuestos—. A
ustedes nunca los vi dando un plato de comida a quien lo necesite o llevando
ropa para que la gente pobre pase el invierno, vivimos como reyes y se la pasan
diciéndole a todo el mundo lo mucho que ayudan a los pobres y lo cruel que es
el mundo con ellos.
—¡No te voy a permitir que nos faltes el respeto de esa
forma! —gritó mi papá, poniéndose de pie y golpeando la mesa con sus manos—.
¡Te vas a tu cuarto y no quiero que salgas de ahí! Mañana vamos a hablar.
—Perfecto, me hacés un favor, prefiero estar sola en mi
cuarto antes que compartir la mesa con un montón de hipócritas.
Me alejé de allí tan rápido como pude, temiendo que mi
madre de pronto quisiera cruzarme la cara de un cachetazo, no sería la primera
vez que hiciera eso.
Cerré la puerta de mi cuarto y me tiré a llorar en mi
cama. Le di un buen golpe a la almohada, estaba llena de rabia e impotencia. Me
llevó varios minutos calmarme, terminé mirando el techo en silencio, con la
cara aún llena de lágrimas que se iban secando lentamente. De pronto la puerta
de mi cuarto se abrió y me asusté mucho.
—¡Abi! Sos vos, pensé que era mamá...
—No, ella está sirviendo el postre más hipócrita que vi
en mi vida, está endulzado con toneladas de halagos hacia las “entidades
benéficas” a las que hacen donativos. Creo que sería menos evidente que dijera:
“Las usamos para evadir impuestos” —dijo con una sonrisa—.
—¿Vos también pensás eso? —pregunté sentándome en mi
cama. Ella cerró la puerta y se sentó a mi lado.
—Es obvio, Lucre. Además siempre reviso las transacciones
económicas de papá y mamá; no sé mucho de contaduría, pero se nota que hay
cosas raras, especialmente con un par de esas “entidades benéficas”. Es más,
tengo la sospecha de que mamá es la “fundadora” de una de ellas.
—¿Por qué lo decís?
—Porque está a nombre de un tal Pedro Santacruz.
Comenzamos a reírnos, podía parecer un nombre común y
corriente para cualquiera, pero nosotras conocíamos muy bien a Adela, ella
siempre quiso tener un hijo varón para poder llamarlo Pedro, como San Pedro, y
el apellido Santacruz era una obvia referencia hacia la crucifixión de Jesús.
—Me jode mucho que te hayan tratado de esa forma —dijo
Abigail.
—Está bien, no te preocupes, ya debería estar
acostumbrada a lidiar con esos dos.
—Sí, pero igual duele. Todo lo que les dijiste es cierto;
pero te digo que me sorprendió mucho que te hayas enojado tanto.
—A mí también, pero qué sé yo... llevo acumulando muchas
hipocresías que salen de la boca de mamá y papá, en algún momento tenía que
rebalsar, supongo.
—Totalmente —me dio una palmadita en la mano y me miró
con una cálida sonrisa—. Disculpá que te diga esto, pero me alegra no haber
sido yo quien arruinó la cena. A veces tenés que tener estos ataques de rabia,
así me equilibrás un poquito las cosas.
Volví a reírme. Debía ser muy duro para Abigail ser
siempre la oveja negra de la familia, la niña enferma que había que esconder.
No sé si su intención fue hacerme sentir mejor o simplemente dijo lo que
pensaba, pero su comentario fue estupendo, ya que me hizo ver las cosas desde
otra perspectiva; hasta me enorgullecía haber quedado como una tarada en frente
de mis tíos, de esa forma mis padres no iban a poder jactarse tanto de lo
perfecta que era su hija mayor.
Esa noche me quedé hasta tarde conversando con mi
hermana, encontramos muchos temas divertidos, y hablamos especialmente sobre
nuestro tópico favorito: “Las increíbles actitudes hipócritas de Adela y Josué”.
Teníamos tantas anécdotas de ese tipo que podríamos haber publicado un libro al
respecto.
En algún punto de la charla me puse un poco triste ya que
recordé que lo que había desencadenado mi enojo fueron los comentarios que
hicieron en contra de los homosexuales y no pude evitar preguntarme qué
sucedería si por alguna hipotética razón yo fuera una... o mi hermana, claro
está; podría pasarle a cualquiera...
En el hipotético caso de que algo así ocurriera, la vida
familiar se tornaría mucho más dura y conflictiva de lo que ya era.
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